Ayer trabajé toda la mañana y llevé a los caballos al prado.
Cuando quise reanudar la tarea a las cinco de la tarde, noté como Perdi, mi perrita, se pegaba a mi y se acurrucaba en cada una de mis paradas. Como es su comportamiento habitual, supe que iba a descargar una tormenta; acabé a toda prisa lo que estaba haciendo, guardé a Koro y Perdi y me fuí a buscar a Cuco y Chispa al prado. Estaban un poco nerviosos, pero no demasiado.
Llegamos a casa, a su espacio. Fué llegar y empezaron a caer pedruscos, sin darme casi tiempo a meterme en la cuadra de la hierba.
Y, desde allí asistí, alucinada, a la visión de la sabiduría instintiva y para mi incomprensible:
Habitualmente, sabiendo que tienen llenos los comederos, van derechos cada uno a su establo; como mucho dan una pasada rápida por el tractor, donde siempre hay hierba recién echada. Ayer, no:
Se separaron de la cuadra, del tractor, de mi y uno del otro, se colocaron con la cabeza hacia el sur-este y la grupa el noroeste y permanecieron absolutamente estáticos, recibiendo el granizo y la lluvia con la cabeza ligeramente inclinada.
Así se mantuvieron a lo largo de una hora, cambiando unicamente el peso del cuerpo de una pata de atrás a otra.
Llamé al Chispa varias veces, porque sé que no le gusta la lluvia. Al cabo de muchas volteó la cabeza dos segundos y me miró como diciendo "no comprendes nada".
Deseé con todas mis fuerzas entenderlos, recuperar ese instinto perdido en tantos años de civilización y que no sé en qué me ha mejorado...
De repente, cuando para mi todo era igual que antes, empezaron a andar y cada uno se metió en su cuadra.
Les cerré las puertas y , de lejos, me llegó de nuevo el canto de un cuco.
Y se acabó la tormenta.
A veces me pregunta la gente por qué tengo caballos. Ayer, más que nunca, me di cuenta de que son ellos los que me tienen a mi.