sábado, 10 de octubre de 2009

Sábado, sabadete





Los maravillosos colores del maíz





Ya, ya os estoy oyendo.
Pues no. Trabajé como una esclava. Me levanté muy temprano ( aún no había amanecido) a pesar de que no tenía que ir a la ciudad.
El recorrido de siempre: Abrir la puerta a los perros, acariñarlos y darles un desayunito. Hacer lo mismo con los caballos (que ya tienen horario de invierno: cuadra de noche, salida de día; en verano, para evitar calor y moscas salen de noche y los encierro de día). Luego, antes de desayunar yo, me senté a escucharos y hablaros: sonrisas, asentimiento, dolor compartido, admiración de belleza. Mi secretario (bloguer) colocándoos en orden. Yo, sin saltarme ni uno. Y, es curioso, porque sois todos tan distintos y cada uno de vosotros me enriquece una parte del alma y de ninguno puedo prescindir. Visito muchísimos blogs y me encuentro con que las personas que participan en ellos tienen muchas características comunes; en algunos, os veo y compartimos; otros, solamente me teneis a mi en común. Y, ni uno me sobra, ni uno.
Luego escribí. Hoy trabajó Kabila para mi.
Desayuné, me duché, me vestí; recogí y apilé el maíz; seleccioné unas cajas de patatas; recogí nueces, manzanas, peras y tomates; arreglé un poco la casa y preparé la comida; le abrí la puerta a los pollos y les preparé una buena cacerola de arroz blanco; fuí al pan; congelé pimientos morrones para el invierno. Me senté a comer. Compartí, como siempre, un cariño con Koro y Perdi.

Hablé por teléfono con una de mis hermanas. Vi las noticias en la sexta y en la primera.

Corregí ocho exámenes y uno me alegró la vida.

Salí a airearme.
Mientras recogía el maíz, pensaba en mis pollos: A veces creo que no me compensa porque cuando les va llegando la hora, ando sin alma una semana antes.
Luego, como me conviene, pienso que no, que si los compra otra persona van a ser más desgraciados todavía, porque nadie les dará de comer arroz con tomate y zanahorias y maíz. Y, en ningún sitio tendrán tanto espacio para pasear y encontrar bichejos escondidos...
Pero, ay, el amor: al final siempre acaban perdiendo la cabeza.