Estos días pasados, en dos blogs que sigo habitualmente , el de Añil "Azul añil" y el de Reyes "cuánto tiempo" se hablaba de tirar cosas del pasado. Ayer, en una serie de la Sexta contaban la historia de un enfermo incapaz de tirar nada: no un coleccionista compulsivo, sino una especie de enfermo del síndrome de Diógenes, pero algo menos...
Entre las tres confluencias, me hicieron pensar en mi. Esa rara sincronicidad me llevó a mi pasado y a mi presente.
Ese aspirador, marca Philips, me lo regaló mi hermana la mayor en el año setenta, porque ella se compró uno más grande.
Funciona perfectamente si se le pone un transformador. Él no soportaría 220; va a 125...
Ese me lo compré yo, cuando vinieron tiempos mejores, pero, por agradecimiento, nunca pude tirar el otro.
Este fué una chulería, allá por el 85. Limpiaba al vapor y tenía una plancha incorporada.
Ahí la veis: me sentí como si tuviera un avión.
En los noventa, recién llegada a Paradela me compré ese otro que tanto aspira como sopla, dependiendo de dónde se coloque la goma (lateral o por encima)
Este me lo compré por ecología: tiene un filtro de agua y , además, aspira agua, por lo que, junto con el anterior, es muy útil en los atascos de cualquier tipo (lo compré en un almacén de limpieza industrial)
Y éste es mi Roomba: hoy viene anunciado en "El País", en la página 39 : funciona solo, sin cables, obedece a paredes virtuales, va a su base a recargarse cuando necesita energía y me hace sentir como una abusona con un esclavo.
Y me siento con las cosas igual que con las personas: soy incapaz de tirar. Tengo hacia todo un sentido de fidelidad y agradecimiento que no me permite separar a lo mío de mi vida.
Cuando cambié de coche la primera vez, entregué mi seiscientos. Al día siguiente fuí a buscarlo porque no pude dormir (se había vendido por la tarde y me quedé sin él, pero aun lo sueño). El segundo no pude quedármelo, fué directamente al desguace, después del golpe. Ando con el tercero (desde el año 70, tres coches no me hacen consumista precisamente).
Lo que entra en mi casa, se queda para siempre . En ella o en mi corazón. Hasta la muerte (hablo de la mía, claro, porque la gente que se muere y mis animalitos muertos, siguen conmigo).
No quiero aprender a tirar. No quiero tirar.
Iré jubilando, pero, tirar, no.
(El otro día os puse cosas de cortar, hoy, cosas de limpiar.
Pero confieso que debajo de las camas de mi casa hay unos matojos como esos que se ven en las películas del desierto, que se mueven con el aire.
Tanto es así que , recordando las películas del oeste que se rodaron en España, mi hermana y yo, para decir que hemos limpiado, decimos "hoy estuve toda la mañana en Almería")