Ayer tocó recoger el orégano: en luna llena o menguante, al atardecer, agrupado en ramilletes y a secar en la bodega, a la sombra, pero aireado, para que conserve aroma y color. Y luego lo reparto entre amigos y se lo echo a la carne de cerdo y a la pizza.
Es un lujazo saber que nada lo ha contaminado y su único secreto es el lugar en el que está , protegido por un muro y el sol que lo calienta y aromatiza.
Y por la noche me llamó mi hermana la pequeña para invitarme a comer.
Yo debería de estar muy avergonzada porque si veis mi plato y el de ella, comprendereis que lo de ella es alimentación y lo mío "alimentaje". Ella come para vivir y yo vivo para comer.
Y como no había Albariño para el marisco (porque hay una canción de mi tierra que dice "Tomei un viño Albariño a ver se me consolaba e o viño, como era novo, ó ilo a beber choraba" y yo ya no estoy para lloros, que esos llegan solos, sin buscarlos y cuando menos se esperan), tomamos champán francés. Debajo de los mimbres. Protegidas por ellos. Brindamos para que Sarco no sea borde con los inmigrantes y para que la película de su mujer no necesite tantísimas tomas en cada escena (aunque eso siempre dará trabajo a alguien, que buena falta hace, también en Francia). Brindamos por Cataluña y su decisión de acabar con una parte de la tortura. Brindamos con un "de hoy en un día,de hoy en una semana, de hoy en un mes" en fin, de hoy en compartir.
Y tantos brindis nos llevaron a la piscina, a descansar, reir y bajar de la nube etílica. Costó bastante. Hasta que las manos se nos pusieron así como se ven esos cuatro dedos. Y, aunque los años son bastantes, esas arrugas no son de la edad: son del remojo.