Ayer anduve toda la mañana de viaje. No fuí lejos, que va. El lugar era a veinte kilómetros de aquí.
Pero yo hice un viaje al fin del mundo...
A un fin del mundo precioso al que se llega por carreteras perdidas en el medio del monte.
En cada pueblecito preguntaba y me volvía a meter en el paisaje: carreteras solitarias, estrechitas, para un solo coche. Con árboles de cientos de años, cargados de castañas y, seguramente, de recuerdos de otros mundos.
Ni un solo coche cruzándose. Los limpia parabrisas volviéndose locos, sin conseguir su cometido.
Un poso de miedo en el fondo del corazón...si tengo una avería, yo que soy antimóvil, me quedo un mes allí.
Y un poso de decisión, una necesidad de aventura, una sonrisa, allá, donde habitan las ideas peregrinas.
Las yeguas que me esperaban, merecían la pena...